Sunday, September 23, 2007

En la oquedad mórbida de mi noche
la pregunta va y viene en un péndulo infinito,
como un océano que erosiona inexorable.
Blande su espada de ida y vuelta,
mutila los axones,
revive al error de la luna
(que vuelve locos a los hombres),
detona la arritmia,
pasma las pupilas henchidas de luz
e inyecta adrenalina en las arterias.
Esta es la pregunta
que como un péndulo va y viene,
incendia a la ataraxia y condena
cada minuto de mi noche al ostracismo.
Como golpe que da una guillotina,
la margarita se consume
y el binario proceso pare una respuesta
degollando inclemente a la pregunta.
El alba asoma.

Monday, September 17, 2007

Pequeña historia de amor imposible

Se levanta el telón.
El viernes acabó hace poco y ya es sábado; son las 2:30 de la madrugada y un grupo de personas en el subsuelo esperamos el metro en Union Square, Nueva York.
En una banca descansa un hombre espigado, con ese desaliño tan cuidado que ahora es común; lleva un saco negro, camisa blanca y corbata negra, delgada, al estilo sesentero, jeans negros y converse. Tiene una guitarra guardada en el estuche que descansa a sus pies.
Casi frente a él, recargada en una columna, con una rodilla doblada y la otra tensa, está una mujer alta, pelirroja. Sus ojos verdes descansan sobre pequeñas constelaciones de pecas en las mejillas. Sostiene un libro en sus manos, abierto aunque su lectura no hila más de dos o tres palabras porque sus ojos han sido robados por el músico, quien permanece sentado viendo al suelo, sin saber lo que ha provocado en la chica.
El tren llega.
En medio del grupo de gente, entramos los tres al vagón una chica, un músico y un observador, y nos sentamos, estratégicamente, ella al lado de él y el tercero discreto delante de ambos. El observador como en la primera butaca bajo el proscenio, con la mejor vista de la tragedia.
El músico parece cansado: se lleva las manos a la cara, se talla los ojos, se medio afloja la corbata. Probablemente recién salió del trabajo, una tocada en algún bar perdido del East Village que deja poco dinero, pero suficiente.
Ella se sienta derechita y decide abandonar el libro, para dedicarle una mirada furtiva al músico cada dos o tres segundos.
La hembra llamando la atención del macho, como en documental de Discovery, saca el pecho, pone las manos sobre las rodillas, sonríe, suspira, hace muecas y unos ruidos apagados para llamar la atención.
Él, permanece indolente más por la ceguera que por el desaire.
En mi cabeza salta el verso “¿No has sentido en la noche (...)”, y luego, también en mi cabeza, viene un silencio con intención dramática.
Pasa estación y media sin que haya contacto visual entre la pareja y la mujer, en lugar de abandonar la empresa, decide arremeter con fuerza: saca del bolso un pequeño lápiz labial, quizá sólo brillo, y lo unta en su boca; cambia su postura ahora, su pierna externa, cruzada hacia el hombre, se acerca atrevidamente al pantalón negro de él. Parecía que el siguiente paso de la pelirroja sería sonreír y acariciarle el pelo al músico con la mano izquierda, como un gesto cotidiano, pero él no abre el menor resquicio a la posibilidad.
“Cuando reina la sombra(...)”, y silencio de nuevo.
Entonces, la guitarra del hombre resbala y golpea ligeramente el zapato de la mujer, lo que abre la puerta a mil posibilidades. Ella sonríe e inicia una conversación. Tira el anzuelo, pero él apenas responde un par de monosílabos a las preguntas de la chica. No fue descortés, simplemente no mantuvo el contacto; él respondía y enderezaba la mirada hacia el observador unos segundos y luego perdía los ojos en la ventanilla, donde se veían las paredes interminables del túnel.
“Una voz apagada que canta (...)”
Los dos monosílabos del músico fueron dos notas sordas en un pentagrama que parieron una mínima esperanza en la pelirroja, quien no se enteró que la esperanza había nacido muerta.
Las miradas ya no eran furtivas, sino francas; las estaciones seguían pasando y la mirada de la mujer se perdía, con cierta ternura, en el cuello del músico, quizá pensaba en besarlo, pero tenía ese rostro dulce de quien sólo quiere acariciar, cuidar, guarecer. Ella parecía perderse en el perfil del hombre, en su piel, adivinaba el color de sus ojos que jamás se cruzaban con los suyos.
Para entonces, el observador ya había pillado un par de veces la mirada del músico: el observador era observado porque el protagonista de la tragedia le dio un giro surrealista a la trama rompiendo la cuarta pared.
Poco a poco, las constelaciones en las mejillas de la chica se alineaban de forma que sus ojos verdes quedaban a punto de precipitarse, húmedos, hasta el suelo.
“Y una inmensa tristeza que llora?”
Por un momento, Bécquer renacía en el túnel del metro de Manhattan y resanaba el silencio.
La mujer permanecía inmóvil, apenas a unos centímetros de distancia del músico (“Faraway so close”, diría Wenders), y con la mirada fija en él, lo único que veía era cómo se alejaba sin alejarse; se alejaba sin haber estado nunca cerca.
El tren bajó la velocidad al entrar a la estación de la 59th St. Me pongo de pie y camino hasta la puerta antes de que el final de la tragedia terminase con una sangrienta decapitación.
Desde la puerta, antes de salir, volteé a la escena por última vez. Ella, lo ve a él; él me ve a mí y me sonríe. Yo me quito los ojos del observador y doy un paso hacia afuera del tren, impávido, desconcertado. La puerta se cierra detrás de mí y la pareja de miradas paralelas se aleja en el tren que se pierde en el túnel.
Bécquer encaja como el centro del rompecabezas que se formó para darle sentido.
El desenlace surrealista me deja lento y así camino por el andén. Eran las 2:47 de la madrugada del sábado y en mi cabeza se disuelve esta pequeña historia de amor imposible y palpita con fuerza el recuerdo de una mujer que cada noche duerme a más de tres mil kilómetros de distancia y escucho en mi cabeza a Bécquer:
"¿No has sentido en la noche,
cuando reina la sombra,
una voz apagada que canta
y una inmensa tristeza que llora?"

Telón lento.

Saturday, September 8, 2007

El peine del viento

Microparaísos II.

En un acto de total soberbia, alguien imaginó cómo sería someter al viento, darle forma, rasgarlo.

Hace unos días se cumplieron treinta años de que Eduardo Chillida colocara, en lugar estratégico, el peine que le da forma al viento.

El otoño, siempre el otoño. Yo dejaba caer mis ojos al Cantábrico desde el Berria Pasealekua en la punta este de la bahía de La Concha en Donostia-San Sebastián, mientras un hombre junto a mí se empeñaba en secuestrar cangrejos del océano y guardarlos en una cubeta. Ahí empezó el último tramo de un viaje que había emprendido meses atrás para ver cómo es que se peina al viento. Rodeé un pequeño peñón, libré el laberinto de calles del casco viejo y emprendí una caminata al borde de la arena playera que da la figura a la bahía, por el Kontxa Pasealekua. Fue una caminata larga en la que tendía mis ojos hacia el otro extremo de la bahía, el sitio al que quería llegar.

Ya cansado y hambriento, recuerdo que alcancé la recta final. Volteaba a mi derecha y lograba ver mi punto de partida. Imaginé que el secuestrador de cangrejos seguiría en lo suyo. Me senté en algún sitio para recaudar fuerzas y terminar el periplo. Tenía hambre y sed.

Era un mediodía de otoño en que el viento (ese al que sometían ya cerca) entraba frío junto a las olas aunque el sol quemaba casi como en verano.

Llegué hasta una escalinata. La subí y di esos últimos pasos hasta tener el Cantábrico imponente, de nuevo frente a mí, rompiendo a mis pies.

Ahí se erigía el acero, sobre el agua, con una herrumbre pasmosa, haciendo lo propio. Haize Orrazia.

Me senté en el borde. Mis pies caían hacia las rocas y mis ojos se perdían en lontananza y se agazapaban entre los párpados mientras el aire entraba por ahí a la bahía. Un aire ordenado, delineado, con volumen, siempre en su sitio, vamos, un aire peinado.

Por alguno de esos milagros naturales que se dan de vez en cuando, la gente alrededor mío desapareció. Yo saqué de mi mochila un bocata de tortilla y una cocacola, mi comida más sustanciosa de los anteriores dos días y quizá la más sustanciosa de los siguientes dos días. Y ahí me quedé.

Junto con el acero, me dediqué a darle forma al viento, que luego se arremolinaba a mis espaldas, en el fondo de la bahía. La bahía de La Concha, Donostia-San Sebastián, 1998.