Tuesday, July 31, 2007

Deefe

Microparaísos I.

En el centro del Deefe se forma un remanso improbable en medio de la vorágine. Es como un oasis en medio del desierto. Una iglesia en medio del pecado (que de hecho, hay varias en el mismo centro del Deefe).

En general, a pesar de la Alameda central, el centro histórico de la Ciudad de México tiene este tono árido. Cualquier mediodía sofoca con el calor inclemente del valle, la aridez del páramo, la sordidez de la turba.

Ahí, entre prostitutas y mariachis, automóviles, humo, ruido y gente, bajo un tímido rascacielos y un par de soberbias escoltas art decó, se erige el Palacio de Bellas Artes.


A un lado de la misma Avenida Juárez que Huerta clamó, y de la otrora San Juan de Letrán, se forma este espacio más parecido a un pulmoncito, a un manantial, a un microparaíso. Las flores de colores crecieron. Hay veces que uno puede sortear un tropel de esculturas en ese espacio iluminado por el blanco mármol del Palacio.

Uno debe cruzar, como si fuera el cisne en medio del pantano, la sordidez, el sopor (sobre todo en días de primavera y estío), el aire sofocante, el humo y el ruido de los coches, pero mientras uno va acercándose a las escalinatas del Palacio, todo el ruido, calor, sopor, se van en disolvencia.

Las puertas del Palacio están abiertas bajo las columnas imponentes. Cruzar el umbral es como entrar de lleno a una cascada de agua fresca. Como entrando a una dimensión desconocida, los techos altos y el mármol por doquier refrescan la piel acalorada y pareciera que la tranquilidad fuera lo único probable.

No se necesita hacer mucho. Con un libro y la desfachatez suficiente para sentarse en las escaleras que preceden el vestíbulo puede uno perderse en el mar art decó que esboza el mármol.

Eso podría ser suficiente, pero para rematar con un redoble digno, en un ala del Palacio hay un pequeño restaurante donde la comida es elegante y rica. En cualquier día estival, el calor mendiga un remedio: un Cinzano rosso en las rocas, podría ser la corona de laurel que todo buen Palacio exige. Salud.

Monday, July 23, 2007

Nocturno del mosquito


No sé si alguien lo habrá dicho antes que Billy Corgan, pero qué importa si en realidad siempre creí que al mundo en la frase "el mundo es un vampiro", había que sustituirlo por la palabra amor. Love is a vampire, mucho mejor que world is a vampire. Lo demás no importa, con esa frase me quedo.

Siempre he visto a los mosquitos como una suerte de vampiros posmodernos, minimalistas, sobrios, discretos, disfrazados, quizá venidos a menos en pos de la superviviencia en un mundo lleno de espejos y cámaras de bronceado.

Siguiendo una lógica matemática, como debe ser la lógica (y la matemática), tenemos que el amor es un mosquito. Un mosquito que como todos los mosquitos ataca de noche, mata el sueño y drena a sus víctimas de a poco para luego ir barrigones de tan rojos a esconderse y pasar el día digiriendo. Para eso son los días que ya volverá a llegar la noche.

"Sombra, trémula sombra de las voces", decía Paz sobre la noche. Esa misma noche en que los vampiros atacan. El manto donde el camuflaje permite cualquier cosa. Así son los mosquitos, nocturnos. Hipnotizan con el zumbido, como el conde seducía con la presencia. Luego penetran, dejan la marca por tiempo indefinido. Todo sin contar con el devastador insomnio.

"Crece el amor en invisible grito", canta el poeta Huerta. Ese grito que llena el silencio. Así es el amor, que si ataca de manera salvaje puede causar enfermedades mortales como la fiebre amarilla, la malaria, el dengue, la inanición o la tristeza (saudade, quizá). El amor hematófago disfrazado de artrópodo elegante y volador. Criminal nocturno, inclemente, sanguinario.

Un vampiro, eso es el amor, un vampiro.

Quizá por eso dice el maestro Lizalde, y lo dice con pesadumbre, como si viniera saliendo del daño, del influjo, como si hubiera zozobrado para después volver a tierra firme. Con nostalgia, con saudade: "Recuerdo que el amor era una blanda furia".

Friday, July 6, 2007

Lado ciego







Hoy caminé por la ciudad. Anduve entre la gente, entre decenas de rostros. Entre el doble de ojos y de orejas que pasaron fugazmente frente a mí. Si al final del día recuerdo tres de todas esas caras que mis ojos vieron serán muchas.

Sin darme cuenta llegué al museo y sin pensarlo abandoné el calor callejero para guarecerme entre las pinturas y esculturas.

Subí cuatro pisos, o cinco, y empecé a recorrer las pequeñas galerías donde reposan las mujeres desnudas de Picasso y las noches tortuosas de Van Gogh.

De pronto, dando una vuelta, distraído, sentí el golpe seco. Como cuando te pegan por el lado ciego. Exactamente frente a mí estaba Magritte. Lo vi franco y me gustó.

Me volvió a gustar y eso que hoy tampoco pude verle el rostro.

Como si fuera yo uno de los cerúleos ojos que Magritte imagina, me quedé fijamente mirando a los amantes que sin verse, desamparados por la oscuridad, se besan.

A pesar de que no les vi sus orejas parejitas y sus ojos bien abiertos, no puedo olvidarlos.

¿Qué pasará entre Magritte y yo el día que realmente nos veamos las caras?

Wednesday, July 4, 2007

La abuela

La cabeza me ha retumbado el día de hoy. Anoche soñé con mi abuela.

Pero no mi abuela la que quedó después que murió mi abuelo; ni la abuela que sobrevivió al derrame cerebral, sino la abuela originaria. La abuela anterior a 1987.

La que no paraba.


La que era capaz de hacerle de desayunar algo diferente a cinco nietos hambrientos sentados en el comedor que se hacía grande.


La que era capaz de subirse al coche, perseguir al autobús escolar y cerrársele en pleno eje vial para que te subieras en él.


A mi abuela eléctrica que recibía a 200 invitados un 23 de diciembre y despachaba a todo mundo con un regalo, luego de haber dado de beber y comer.


A mi abuela que tenía unos lentes heptagonales muy a la moda que eran más bien verdes botella.


La que gritaba cuando no le hacías caso o te dejaba dormir hasta tarde mientras veías una película de Pedro Infante y Luis Aguilar en el cuatro, interrumpida por anuncios de "agosto al costo en Hermanos Vázquez".


La que nos enseñó a jugar canasta uruguaya a mí y a mis primos, para luego dejarnos ganar.


La que decían que tocaba el piano como un prodigio, aunque nunca la vi frente al teclado.


La que me peinaba cada mañana diferente, según mi héroe del día: "Hoy como Manolo Arruza, abue", y mi abuela lo lograba a pesar de cualquier cosa.


Esa abuela. La que por poco se pierde en mi olvido, pero volvió envuelta en un sueño.