Tuesday, December 16, 2008

Madrid 98 (movimiento perpetuo)

La lluvia era fina, pero constante.
Metí mis manos a los bolsillos de la chaqueta para atenuar un frío que no se amedrentaba con tan poco. El cigarrillo lo llevaba en la boca y el sabor del tabaco negro del Cohiba llenaba mis pulmones mientras caminaba por la Gran Vía hacia el Callao.
El aire otoñal se colaba por todas partes acentuando mi necesidad de comida. Muchas mujeres corrían para guarecerse de la lluvia, sorteaban los charcos a veces con éxito, otras sin él.
Yo iba tranquilo después de ver una peli en los cines Princesa, acostumbrándome a la lluvia feliz que me cortaba el cuerpo entero con su frío. Para no llegar después de las seis a la Fnac, apreté el paso, (“tus pasos pisan, pasan…”, volvía recurrente ese soneto inconcluso a mi cabeza, “por la oscura región de mi memoria”).
Entré en la librería y, sorteando críos, me agazapé detrás de uno de los estantes del primer piso. Justo a las seis con diez vi a Magdalena subir las escaleras, yo detrás de un pilar de tebeos. Ella no me vio y la seguí hasta la sección de poesía.
Su nombre era Magdalena y aunque había nacido en Colombia, llegó a México de niña. Entonces, era mejicana. O mexicana, por misteriosa. Hacía unos días nos sentamos lado a lado en el café internet de la calle Rosario, frente al Parque de la Cornisa. Yo no la dejaba de ver por el rabillo de mi ojo inquieto y ella, sin darse cuenta, me pidió que le ayudara a enviar un correo electrónico y empezamos por abrir una cuenta para magdalenak arroba etcétera.
Yo pensé que podría invitarle una caña, que le hablaría de poesía, que le acariciaría el cabello, que la vería a los ojos y que ya profunda la noche, quizá la besaría en los labios. Pero no quiso la caña y mató de tajo todas las demás posibilidades.
Se despidió, se fue. Yo me apresuré y salí del café unos pasos detrás de ella. Nunca hubiera pensado en hacerlo, pero a veces no pienso las cosas y la seguí discretamente.
Cruzó San Francisco y caminó hacia La Latina por la calle del Ángel. Yo trataba de darle ventaja y mis ojos se esforzaban por seguir “tus pasos pisan, pasan…” Subió por Tabernillas e iba por en medio de esa calle angosta. Llegamos a la Plaza de la Cebada y, luego de pasar por el mercado, se detuvo a ver la marquesina del teatro como si quisiera entrar, pero de inmediato cruzamos La Latina.
Mejor dicho, ella cruzó, yo sólo la seguía de lejos y espiaba la forma que tenía de echarse el cabello hacia atrás y dejar por un momento descubierta su nuca (una nuca similar a la que Marías me describió unos días antes en “Mañana en la batalla piensa en mí”). Era casi imperceptible, pero cuando su cadera se mecía hacia la derecha lograba un recorrido mayor que cuando iba al lado izquierdo y pensé que quizá tendría un viejo golpe que la acostumbró a caminar así. Yo era un fantasma, una sombra improbable en medio de la noche.

En la calle Duque de Alba se me antojó un brandy, pero no me distraje; ella cambió de acera y llegó a la plazuela Tirso de Molina, la cruzó y se detuvo un segundo en la boca del metro. Lo meditó y siguió por la calle de la Magdalena sin entrar al subterráneo.
Yo la seguí siguiendo y pensé que le gustaría caminar por esa calle que lleva su nombre, quizá como señal de buena suerte.
Bajó la velocidad y se entretuvo en las tiendas, primero una mercería, luego entró en un Todo a cien y luego a un café donde compró una napolitana para volver a la calle mientras la mordía.
Cuando llegó a la calle de Atocha, sin anticipar nada, se sumergió en el metro Antón Martín. No la alcancé. Pensé que no volvería a ver a Magdalena, la mexicana misteriosa que no quiso tomar una caña conmigo.

***

La lluvia era fina, pero constante.
Pasaba por la Plaza del Callao, una semana después de perderla en Antón Martín y me la encontré. Era una mañana fría.
La saludé, intenté invitarle un café, pero Magdalena fabricó una excusa y se metió a la Fnac. Yo amagué mi entrada al metro, pero fui a la librería y la aceché como un predador en busca de su presa.
Ella husmeaba y yo, tras las letras, no le quitaba el ojo de encima. Salió media hora después sin haber comprado nada. Caminó por la Gran Vía dos cuadras abajo, cruzó la calle, y dio la vuelta en la calle del Barco. En la esquina con Desengaño habían matado a golpes a un chaval que iba con una camiseta del Barça puesta y su novia de la mano. La calle aún estaba acordonada y la sangre aún se distinguía en el asfalto. Me pregunté dónde estaría la novia viuda en ese momento, mientras Magdalena esquivaba a los curiosos. En la tercera puerta de Desengaño, ella se perdió. Un edificio viejo. Oficinas de bajo costo, pensé, y esperé en un café a media cuadra.
Pasadas las seis, luego de tres tintos, algo de charcutería, unas gambas y medio libro de Paul Auster, Magdalena salió. Se mordía el labio inferior, quizá constatando que el frío lo había roto y costaría sanarlo, distraída.
Volvió a la Fnac, directo a la sección de poesía donde mató dos horas y media. Intermitentemente, alzaba la mirada en busca de alguien que la estuviera viendo, nerviosa, pero yo pasé desapercibido.
Al salir, la mexicana entró al metro y la perdí de nuevo.
Al día siguiente la esperé en la esquina de Desengaño y Barco y volví a seguirla a la librería. Magdalena tenía un rostro descompuesto que se fue componiendo durante una hora y veinte en la sección de viajes de la Fnac. Salió de nuevo con las manos vacías, pero la sonrisa en el rostro, como si acabara de volver de un viaje al mundo en ochenta minutos y se metió al metro.
Para el cuarto día, ya era claro que los recorridos empezaban después de las seis y ya habíamos pasado por la sección de viajes, la de niños, la de teatro y otras dos veces por la de poesía.
Al quinto día, decidí ir temprano a los cines Princesa a ver Frontera Sur, una película con Federico Lupi y Maribel Verdú, que resultó más bien mala. Salí apenas a tiempo para llegar a mi cita anónima con Magdalena pasadas las seis.
A pesar de la lluvia decidí caminar por la Gran Vía de Princesa hasta el Callao en un día gris y llegué antes que ella. La vi subir las escaleras y sus caderas se movían “al son de un suave y blando movimiento” (volvía el soneto inconcluso a mi cabeza).
Magdalena fue otra vez a la sección de poesía y empezó su fusilamiento paciente de minutos. Sacaba y hojeaba. Empezó con Antonio Machado y siguió con Ramón María del Valle Inclán y yo pensé que no cambiaría el espectáculo de su rostro absorto, ni por una tertulia en el Café del Pombo cien años antes.
Me acerqué y tuve esa visión clara: ese sería el día, viernes 24 de octubre de 1998, cuando besaría a Magdalena por primera vez, justo afuera de la Fnac.
—¿Has leído a Oscar Hahn?
Ella no contestó. No sabía qué decir. Yo aún estaba mojado, pero no dejaba de sonreír.
—Es chileno. Mira, aquí hay un libro suyo.
Le alcancé el libro que en realidad tenía ella más cerca que yo. Ella seguía en silencio. Abrí para encontrarme con un soneto al que le faltaba una línea, pero que empezaba certero: “Al son de un suave y blando movimiento / arroyos vas pisando de dulzura…”
La vi a los ojos. “Tus pasos pisan, pasan por la oscura región de mi memoria”.
Ella rompió el silencio sólo con los ojos y un lento parpadeo.
—Te gusta la poesía —sentencié.
—Me gusta esconderme —dijo con resignación.
—Pues te encontré.
—¿Eso crees?
Vi un libro de Editorial Renacimiento con el nombre Luis Alberto de Cuenca en el lomo.
—¿Sabías que este tipo es director de la Biblioteca Nacional? Estoy en espera de que me dé una entrevista para un periódico en el DF —sobra decir que nunca conseguí la entrevista, pero me hice amigo de Carmen, su secretaria, que acabó invitándome a comer unos meses después para apaciguar mi decepción.
—¿Eres periodista? —preguntó.
—Escucha: “Me rindo. Tú has ganado. Mientras vivas, / no alcanzarás un triunfo tan notorio: / me has volado la mente con tus ojos.”
Magdalena recuperó el silencio con el suave y blando movimiento de sus ojos que recién me habían volado la mente en mil pedazos.


***

La lluvia era fina, pero constante.
Cuando Magdalena y yo salimos de la Fnac habían pasado tres horas desde el soneto incompleto de Hahn. Hacía frío.
Era viernes 24 de octubre de 1998 y yo volví a pensar que podría invitarle una caña, que le hablaría de poesía, que le acariciaría el cabello, que la vería a los ojos y que ya profunda la noche, quizá la besaría en los labios.
Magdalena aceptó la cerveza, pero antes de acariciarle el cabello la vi a los ojos y me adelanté a la profundidad de la noche.


Apuntes

Movimiento Perpetuo
Al son de un suave y blando movimiento
arroyos vas pisando de dulzura.
Tus pasos pisan, pasan por la oscura
región de mi memoria. Ya no siento

ni el ruido de la puerta ni el lamento
del lecho al irte. Pasa tu hermosura,
se pierde en el umbral. Tu mano pura
cerró el vestido


Créenme dormido
tus pasos. Pisan, pasan por mi mente
igual que ayer. Mi pobre sentimiento

qué solo está, qué solo estoy tendido
mirándote partir perpetuamente
al son de un suave y blando movimiento.
Oscar Hahn (Iquique, Chile, 1938)

***

Soneto del amor atómico

Has minado la selva de mi pecho.
Le has dado fuego a todos mis olvidos.
Has llenado de muertos y de heridos
el pacífico reino de mi lecho.

Te has subido a la lámpara del techo
para bombardearme los sentidos.
Has vertido explosión en mis oídos
con tu voz nuclear siempre al acecho.

No más fisión, amor, no más ojivas,
ni más misiles en mi dormitorio.
Cesen con tu victoria los enojos.

Me rindo. Tu has ganado. Mientras vivas,
no alcanzarás un triunfo tan notorio:
me has volado la mente con tus ojos.
Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950)

Saturday, September 13, 2008

Hipotenusa metafórica

Un día me pillé hablando con mi gata sobre hipotenusas.

Era enero y del otro lado del cristal caían pequeños fractales blancos en inmensa parsimonia. Pensé que de estar afuera, bajo la tenaz y lenta precipitación, nuestro vaho, el suyo y el mío, habría sido espeso.

Pitágoras, le explicaba a la gata, dice que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos.

Hoy, mi gata, luego de una larga separación entre nosotros, se subió a mi pecho y con su ronroneo supe que necesitaba entender el teorema que habíamos dejado a la mitad en el invierno.

Yo callé.

El rugido dentro de la caja toráxica del felino resonaba en toda la habitación y particularmente en mi pecho cuya vacuedad amplificaba el estertor.

Cómo explicarle que ya no creo más en hipotenusas, ni catetos, que la suma de sus cuadrados me tiene sin cuidado y que, por mí, el mundo puede girar sin logaritmos, sin senos ni cosenos, ni tangentes, ni binomios, no importa que sean perfectos o imperfectos.

Aquel día nevado de enero, mi gata interrumpió la explicación y con los bigotes echados hacia delante, prefirió dar un par de brincos para salir del cuarto e ir a observar los peces tropicales que el ruso mantenía en cautiverio. Fui detrás de ella y vi cómo se distrajo en el camino cuando vio los copos caer tras la puerta del balcón. Estoy seguro que lo pensó: ¿estos pedacitos de nube que caen del otro lado del cristal o las gotitas de colores que nadan contenidas por el otro cristal arriba del librero?

Sin dudarlo, dio otros dos brincos para meter su nariz en la pecera. (Aunque sin hacer burbujas de amor por donde fuera.)

Con la misma incertidumbre del frágil equilibrio que mantenía la gata sobre la pecera, se confundió mi certeza respecto de las ecuaciones y durante los meses subsecuentes a ese día de enero el teorema se resquebrajó en mi cerebro junto a cualquier otro insomnio de Pitágoras.

Ahora, la gata ya no puede ir a buscar los peces del ruso, ya no tiene un balcón y mucho menos podrá encontrarse con pedacitos de nube cayendo detrás de ninguna ventana, no en verano, ni en invierno, nunca más.

Los triángulos perfectos siguen siendo triángulos, pero ahora sólo son perfectibles, los círculos en blanco que dejan las dudas en mi cerebro carecen de hipotenusas, son de diámetro indefinido y su Pi, por raro que parezca, no es constante. (Círculos tan extraños.)

Los cuadriláteros, cuadrados y rectángulos, sólo sirven para recibir sendas golpizas con guantes cargados de plomo que me desdibujan el aplomo y a los trapecios les tengo demasiado respeto como para subirme en ellos. Cuando mi gata se me acerca, buscando respuestas a sus dudas, sus pupilas parecen rombos dentro de un círculo azul.

Después de mi silencio agnóstico, tengo la esperanza que este cuadrúpedo no esté interesado en la trigonometría y que sus dudas sólo sean un ardid para acaparar mi atención y conseguir así que le pase las manos sobre el lomo, que a final de cuentas es como su propia hipotenusa metafórica.

Thursday, April 24, 2008

Igual en verano que en invierno


Yo no sé qué tienen tus piernas que siempre termino por seguirlas. Quizá sea el camuflaje de invierno. Las piernas escondidas, las piernas disfrazadas, las piernas de colores.


La imagen policromática se forma casi por arte de magia. Basta que baje una ola polar y se tope con el aire cálido del océano. Como batalla de pandillas, aire y calor se enfrentan y en lugar de sangre riegan nieve sobre Manhattan. La batalla se libra en el cielo y los copos caen lento, apenas sometidos por la gravedad. Fractales voladores, inestables, casi etéreos.


También como caídas del cielo, junto con la nieve, salen a la calle las piernas maquilladas, contenidas por la tela y andan ligeras por la acera en un acto de flirteo pausado. Una invitación a seguir el camino que se ensancha en los muslos, previendo la llegada al paraíso. El invierno pierde el gris del frío para regalarme tus piernas impredecibles, que sigo y persigo inevitablemente.

Las piernas dejan atrás sus pasos. Se mueven lento, aerodinámicas, cortando el aire, el frío y la respiración, dejando una estela de luz en medio de la blanca nieve. Las piernas se convierten en el camino, el movimiento y el objetivo, en la promesa de un remanso en medio de la vorágine invernal.

Pero la Tierra se mueve, se inclina, y las ondas polares se disipan con el sol que ahora pega más de frente. El invierno y sus colores se diluyen, para dar paso a una primavera que poco a poco va deshaciéndose de los disfraces de las piernas, ahora insípidas.

¿Quién puede conformarse con las piernas tiernas, tersas, suaves, que se ven desnudas por la calle sin ningún pudor? ¿Quién puede deleitarse con las piernas tenues y pálidas que andan incontenibles, incontenidas?

Al final, tus piernas rebeldes salen descubiertas a las calles. Piernas sin sal ni pimienta que se contonean y se mueven impunes, impúdicas, sin vergüenza, sin decoro.

Me pregunto: ¿Quién las voltea a ver, quién las va seguir?

Y de golpe, como si me cayera de la cama luego de un mal sueño, me percato que soy yo mismo quien sigue persiguiendo tus piernas, ya sea primavera u otoño, de noche, de día y de mañana, vayan al norte, al sur, al oriente o al poniente, al cielo o al infierno. Yo soy quien va detrás de tus piernas igual en verano que en invierno.




Thursday, April 17, 2008

Hago un inútil catálogo de tus sonrisas,
un inventario de tus muecas,
una taxonomía de las palabras
que salen de tu boca,
redefino el diccionario con
tus muletillas, verbos y adjetivos,
tipifico además tus ademanes,
ordeno de mayor a menor
cada cabello que cae


sobre tus hombros,
mapeo las pequeñas imperfecciones
de tu espalda, una y otra vez,
como cartógrafo en jaculatoria.
Un completo trabajo de clasificación
que se desvanece con tu olor cuando te alejas,
para que sólo quede el minucioso reporte
de las muchas formas que tienes
de decirme no.

Wednesday, January 9, 2008

F de Fémina

Después de que ella colgó el teléfono, me quedé con el auricular en la oreja y era como si su voz siguiera martillando mi martillo. Sólo me dijo una frase, siete, ocho palabras en su inglés británico. Su voz se oía triste, pero firme.

Colgué y mis ojos se perdían en las palabras de mi computadora, las rebajas contables que habían asumido las principales instituciones financieras de Wall Street en el cuarto trimestre de 2007, luego de la crisis en el mercado crediticio, mi cerebro brincaba de palabra a palabra como un mono araña en medio de la jungla, fantaseando, fallando, pero la reducción de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal de Estados Unidos dieron un respiro a los mercados.

Le vi el fondo al café de un sorbo. Me puse mi abrigo como quien se va a su casa. Y me fui a casa.

El golpe frío del viento al salir a la calle fue seco, las mejillas se adormecían y costaba extraer el oxígeno del frío.

La noche ya se hacía a las 4:30. El solsticio me regaló la noche más larga del año en ese momento.

Caminé por la calle 30 hasta Broadway y ahí doblé a la derecha, hacia el norte. En la 32 me sumergí en el metro. El tren inundaba de ruido el anden mientras se acercaba poderoso. Tenía una F como estandarte que se agrandaba ante mis ojos mientras se acercaba.

Hay un momento en que uno puede dejar caer el cuerpo, dejarse caer, y la fuerza de la bestia metálica concluiría el trabajo. Una fractura craneal sería fulminante. Una fractura fulminante, como la F del tren que se incrustaba en mi retina, en mi cabeza. Fue sólo un pensamiento fugaz y la posibilidad de la fractura fue fallida.

34 st. Subí al vagón y me senté, sin ver nada, sin ver a nadie, tratando de domar al dolor, de acurrucarme en la esquina, de pasar desapercibido.

Cuando arrancó el tren empezó un bamboleo tranquilo de ritmo regular que inmediatamente me arrulló. Pero la llamada telefónica aún golpeaba las paredes internas de mi cráneo con la vehemencia de un animal furioso sometido dentro de la bóveda. Traté de recordar cuándo había sido la última vez que le había hecho el amor a mi mujer, mi ex mujer. Fálico, fláccido... fango.

42 st. y 47-50 st. Cuando logré normalizar el aliento levanté los ojos y mi mirada se topó con otra. Tendí un puente tenso hacia la mujer que se sentaba delante de mí, y sin parpadear nos enfrascamos en una batalla de miradas fijas.

La penetré con los ojos por sus ojos y de pronto su cara empezó a envejecer. Vi cómo la piel se le ajaba, las arrugas le pesaban, las facciones se afilaban y la vi muerta, ahí, delante mío, vi su rostro acabado por los años, amoratado por la muerte. El morbo me impidió desviar la mirada y vi su cráneo, claramente. Del miedo decidí volver como en la cuerda floja por esa línea de tiempo que nos unía y regresé al momento de verle el rostro por primera vez; reculé, la vi con quince años menos, la vi cuando era niña y pensaba en saltar la cuerda, cuando su piel era tersa.

Luego de un par de estaciones la mujer, la niña, la anciana y la muerta con todo y esqueleto se fueron asustadas, como si hubieran visto a un loco delante suyo. Funámbulo, fiambre.

57 st. El dolor volvió de pronto y me escondí de nuevo entre las sombras del vagón. Buscando la forma de contener mis ojos los fijé en la cuadrícula que tenía en la mano el hombre al lado mío.

Parecía que del sudoku pendiera su vida, y ahora mi cordura, mi llanto. Empecé a resolver el acertijo yo también. Tres, siete, seis, en blanco, en blanco, en blanco, uno, en blanco, en blanco. Tres, uno, en blanco, en blanco, cinco, siete, en blanco, seis, nueve. Entre los números y la cuadrícula no entraban las efes en el juego. Nada de fracaso. Un universo cerrado, sin fisuras ni fisiones. Sin ficciones ni franqueza. Sólo números. El lenguaje numérico no se mezcla con las efes, nueve, tres, uno, fuck, fuck, fuck. Four and five. Didn’t see that coming. And suddenly, as fungus would do, the fours and fives spread all over the place. Fractal.

Sick of them, I decided to kill all those filthy numbers using every single zero in my head. Five times zero, zero. Four times zero, zero. I also tried to reform them, you’re not a five, sino un cinco, y tú un cuatro. Tú eres un cuatro y además te multiplico por cero. Desaparece.

Después de la feroz matanza empecé to forget all my english. Erradiqué el idioma forever de mi cabeza que ahora explotaba con una jaqueca febril, feroz.

Lexington Av./63 st. Descendía al infierno. El fuego me quemaba y no podía dejar de pensar en ella. Mi mujer en falda, mi mujer en forma. Mi mujer fatal, mi mujer fútil. Mi mujer furtiva, fogosa y frívola. Pensé, me enfoqué en la fricción de nuestro físico, el fuelle flamígero de nuestro aliento, en la fruición absoluta de una felación y su fragancia fundida en mis entrañas. Recordé todas las veces que follamos. Todas menos la última.

Orgasmos fastuosos, falaces. Mi mujer falsa, mi mujer fingía.

Roosevelt Island. Queensboro Bridge. Jackson Avenue. El vagón quedó casi vacío y yo hundí mi cabeza entre las piernas para evitar el vómito. Cerré los ojos y quise pensar que seguía en el útero, que el frío no existía, que no se había ido, que todo era una pesadilla que acabaría, finita.

Y ahí acabó mi relación.

Cuando el tren F se adentraba en Queens y mi cabeza estaba entre mis piernas y liberé todas las frases, las palabras, los fonemas. Se fueron todos y me quedé en silencio, un silencio implosivo, total, fatuo, fecundo.

Cerré los ojos y fue como debe ser morir. Sin ruido, sin luz y esa tranquilidad cayó desde mis hombros hasta los tobillos, fumigándome.

Me deshice del flagelo.

Pasaron 10 minutos e iba creciendo dentro, forjándome. Llegué a Forest Hills y dejé atrás al tren F. Caminé por el andén y por un momento sentí cómo nacía la fuerza.

Mi mujer se fue. Fue. Me pregunté cómo sería mi futuro y me respondí fluido, fiable, fértil, frágil, feliz, frígido, famélico, fruncido, funesto, fausto, frugal, fantástico, fantasmal, fallido, frustrante, fulgente, flagrante.