Saturday, December 29, 2007

Espejo de cumpleaños

Mis ojos son un antifaz,
que ven el doméstico apocalipsis
donde chocan millones de partículas
y se añeja el vino en turbulenta calma.
El mapa se perdió entre las canicas
en las fauces de una caja de mudanza.
La nariz apunta al norte,
y mis pies se desangran como uvas.
El disfraz se resquebraja,
aún patria del acné, lo mismo que los surcos.
Un cabello al caer no hace ruido,
¿lo hará la melena entera?


México D.F.
Diciembre 1997

Sunday, December 9, 2007

Manhattan


Isaac Davis: Chapter One. He was as tough and romantic as the city he loved. Beneath his black-rimmed glasses was the coiled sexual power of a jungle cat. I love this. New York was his town, and it always would be...
Manhattan (Woody Allen, 1979)





Friday, November 23, 2007

Divertimento para un naufragio en tres remolinos

I
La turquesa
trepa por tus pies al paraíso,
se roba tu bolita del tobillo,
sigue los reflejos de mis manos
que varan en la mar de pecas
de corales de luciérnagas posadas en tu espalda.
Es la ira de mil ojos estrellados
en la palma del minucioso océano de tu vientre,

horizonte en brama a carcajadas de lapislázuli en resaca.

II
Duermo en tus aguas,
perdido en las orientales olas de tu boca a borbotones,
sumergido en el vaho enredado del abrigo de tus brazos.
Buceo y recupero tus muslos a brazadas
de la prosaica lejanía blindada
por el rápido movimiento de tus ojos.
Renace el palpitar indiscreto de mis venas
y súbita llegas cual vorágine a succionar mi boca

que es la irremediable rémora de tu última costilla.

III
Se pierde el timón de la barcaza
en una noche de zarzamoras sin sextante,
sin un descanso de marea en el estuario de tus piernas.
Brega de la lumbre de tu ubre,
si te hundes a horcajadas y zozobro,
si encallo en tus caderas y enfrento la tormenta,
si naufragas y naufrago y me pierdo y nos perdemos
y nos ahogamos lentamente en el fondo de un sueño a
la deriva.

Sunday, September 23, 2007

En la oquedad mórbida de mi noche
la pregunta va y viene en un péndulo infinito,
como un océano que erosiona inexorable.
Blande su espada de ida y vuelta,
mutila los axones,
revive al error de la luna
(que vuelve locos a los hombres),
detona la arritmia,
pasma las pupilas henchidas de luz
e inyecta adrenalina en las arterias.
Esta es la pregunta
que como un péndulo va y viene,
incendia a la ataraxia y condena
cada minuto de mi noche al ostracismo.
Como golpe que da una guillotina,
la margarita se consume
y el binario proceso pare una respuesta
degollando inclemente a la pregunta.
El alba asoma.

Monday, September 17, 2007

Pequeña historia de amor imposible

Se levanta el telón.
El viernes acabó hace poco y ya es sábado; son las 2:30 de la madrugada y un grupo de personas en el subsuelo esperamos el metro en Union Square, Nueva York.
En una banca descansa un hombre espigado, con ese desaliño tan cuidado que ahora es común; lleva un saco negro, camisa blanca y corbata negra, delgada, al estilo sesentero, jeans negros y converse. Tiene una guitarra guardada en el estuche que descansa a sus pies.
Casi frente a él, recargada en una columna, con una rodilla doblada y la otra tensa, está una mujer alta, pelirroja. Sus ojos verdes descansan sobre pequeñas constelaciones de pecas en las mejillas. Sostiene un libro en sus manos, abierto aunque su lectura no hila más de dos o tres palabras porque sus ojos han sido robados por el músico, quien permanece sentado viendo al suelo, sin saber lo que ha provocado en la chica.
El tren llega.
En medio del grupo de gente, entramos los tres al vagón una chica, un músico y un observador, y nos sentamos, estratégicamente, ella al lado de él y el tercero discreto delante de ambos. El observador como en la primera butaca bajo el proscenio, con la mejor vista de la tragedia.
El músico parece cansado: se lleva las manos a la cara, se talla los ojos, se medio afloja la corbata. Probablemente recién salió del trabajo, una tocada en algún bar perdido del East Village que deja poco dinero, pero suficiente.
Ella se sienta derechita y decide abandonar el libro, para dedicarle una mirada furtiva al músico cada dos o tres segundos.
La hembra llamando la atención del macho, como en documental de Discovery, saca el pecho, pone las manos sobre las rodillas, sonríe, suspira, hace muecas y unos ruidos apagados para llamar la atención.
Él, permanece indolente más por la ceguera que por el desaire.
En mi cabeza salta el verso “¿No has sentido en la noche (...)”, y luego, también en mi cabeza, viene un silencio con intención dramática.
Pasa estación y media sin que haya contacto visual entre la pareja y la mujer, en lugar de abandonar la empresa, decide arremeter con fuerza: saca del bolso un pequeño lápiz labial, quizá sólo brillo, y lo unta en su boca; cambia su postura ahora, su pierna externa, cruzada hacia el hombre, se acerca atrevidamente al pantalón negro de él. Parecía que el siguiente paso de la pelirroja sería sonreír y acariciarle el pelo al músico con la mano izquierda, como un gesto cotidiano, pero él no abre el menor resquicio a la posibilidad.
“Cuando reina la sombra(...)”, y silencio de nuevo.
Entonces, la guitarra del hombre resbala y golpea ligeramente el zapato de la mujer, lo que abre la puerta a mil posibilidades. Ella sonríe e inicia una conversación. Tira el anzuelo, pero él apenas responde un par de monosílabos a las preguntas de la chica. No fue descortés, simplemente no mantuvo el contacto; él respondía y enderezaba la mirada hacia el observador unos segundos y luego perdía los ojos en la ventanilla, donde se veían las paredes interminables del túnel.
“Una voz apagada que canta (...)”
Los dos monosílabos del músico fueron dos notas sordas en un pentagrama que parieron una mínima esperanza en la pelirroja, quien no se enteró que la esperanza había nacido muerta.
Las miradas ya no eran furtivas, sino francas; las estaciones seguían pasando y la mirada de la mujer se perdía, con cierta ternura, en el cuello del músico, quizá pensaba en besarlo, pero tenía ese rostro dulce de quien sólo quiere acariciar, cuidar, guarecer. Ella parecía perderse en el perfil del hombre, en su piel, adivinaba el color de sus ojos que jamás se cruzaban con los suyos.
Para entonces, el observador ya había pillado un par de veces la mirada del músico: el observador era observado porque el protagonista de la tragedia le dio un giro surrealista a la trama rompiendo la cuarta pared.
Poco a poco, las constelaciones en las mejillas de la chica se alineaban de forma que sus ojos verdes quedaban a punto de precipitarse, húmedos, hasta el suelo.
“Y una inmensa tristeza que llora?”
Por un momento, Bécquer renacía en el túnel del metro de Manhattan y resanaba el silencio.
La mujer permanecía inmóvil, apenas a unos centímetros de distancia del músico (“Faraway so close”, diría Wenders), y con la mirada fija en él, lo único que veía era cómo se alejaba sin alejarse; se alejaba sin haber estado nunca cerca.
El tren bajó la velocidad al entrar a la estación de la 59th St. Me pongo de pie y camino hasta la puerta antes de que el final de la tragedia terminase con una sangrienta decapitación.
Desde la puerta, antes de salir, volteé a la escena por última vez. Ella, lo ve a él; él me ve a mí y me sonríe. Yo me quito los ojos del observador y doy un paso hacia afuera del tren, impávido, desconcertado. La puerta se cierra detrás de mí y la pareja de miradas paralelas se aleja en el tren que se pierde en el túnel.
Bécquer encaja como el centro del rompecabezas que se formó para darle sentido.
El desenlace surrealista me deja lento y así camino por el andén. Eran las 2:47 de la madrugada del sábado y en mi cabeza se disuelve esta pequeña historia de amor imposible y palpita con fuerza el recuerdo de una mujer que cada noche duerme a más de tres mil kilómetros de distancia y escucho en mi cabeza a Bécquer:
"¿No has sentido en la noche,
cuando reina la sombra,
una voz apagada que canta
y una inmensa tristeza que llora?"

Telón lento.

Saturday, September 8, 2007

El peine del viento

Microparaísos II.

En un acto de total soberbia, alguien imaginó cómo sería someter al viento, darle forma, rasgarlo.

Hace unos días se cumplieron treinta años de que Eduardo Chillida colocara, en lugar estratégico, el peine que le da forma al viento.

El otoño, siempre el otoño. Yo dejaba caer mis ojos al Cantábrico desde el Berria Pasealekua en la punta este de la bahía de La Concha en Donostia-San Sebastián, mientras un hombre junto a mí se empeñaba en secuestrar cangrejos del océano y guardarlos en una cubeta. Ahí empezó el último tramo de un viaje que había emprendido meses atrás para ver cómo es que se peina al viento. Rodeé un pequeño peñón, libré el laberinto de calles del casco viejo y emprendí una caminata al borde de la arena playera que da la figura a la bahía, por el Kontxa Pasealekua. Fue una caminata larga en la que tendía mis ojos hacia el otro extremo de la bahía, el sitio al que quería llegar.

Ya cansado y hambriento, recuerdo que alcancé la recta final. Volteaba a mi derecha y lograba ver mi punto de partida. Imaginé que el secuestrador de cangrejos seguiría en lo suyo. Me senté en algún sitio para recaudar fuerzas y terminar el periplo. Tenía hambre y sed.

Era un mediodía de otoño en que el viento (ese al que sometían ya cerca) entraba frío junto a las olas aunque el sol quemaba casi como en verano.

Llegué hasta una escalinata. La subí y di esos últimos pasos hasta tener el Cantábrico imponente, de nuevo frente a mí, rompiendo a mis pies.

Ahí se erigía el acero, sobre el agua, con una herrumbre pasmosa, haciendo lo propio. Haize Orrazia.

Me senté en el borde. Mis pies caían hacia las rocas y mis ojos se perdían en lontananza y se agazapaban entre los párpados mientras el aire entraba por ahí a la bahía. Un aire ordenado, delineado, con volumen, siempre en su sitio, vamos, un aire peinado.

Por alguno de esos milagros naturales que se dan de vez en cuando, la gente alrededor mío desapareció. Yo saqué de mi mochila un bocata de tortilla y una cocacola, mi comida más sustanciosa de los anteriores dos días y quizá la más sustanciosa de los siguientes dos días. Y ahí me quedé.

Junto con el acero, me dediqué a darle forma al viento, que luego se arremolinaba a mis espaldas, en el fondo de la bahía. La bahía de La Concha, Donostia-San Sebastián, 1998.

Monday, August 6, 2007

S.O.S.

Cuando iba en quinto de primaria, atrás de mí se sentaba Tere H. Junto a ella estaba Joel B. Los tres platicábamos mucho. Tere y yo solíamos jugar timbiriche (me gustaba jugar con ella porque era más distraída que yo y podía ganarle fácil).

Un día Joel y Tere hablaban de rock. Un tema imponente a esa edad. Ambos tenían hermanos mayores y hablaban con autoridad de los grupos. Me preguntaron cuál era mi grupo favorito y yo contesté de inmediato (quizá ahora, 25 años después, la respuesta sería la misma, aunque con muchos más matices): Los Beatles.

Ellos me vieron dubitativos, pero al final nadie podía decir que Los Beatles fuera una mala elección y pasé la prueba.

Después ellos dijeron categóricos, los dos, casi al unísono: Police.

Ese fue mi primer contacto con The Police. Y ahí empezó mi gusto insensato por la banda.

Luego en los demoledores años 80, el sonido de The Police se hizo el rey en toda estación de rock y se volvieron un ícono (a pesar de Every breath you take, no dejaron de ser la banda de rock que eran).

Cuando cumplí 15 años y los conciertos de rock en México eran otra de las cosas que había que conseguir en el extranjero, la banda se deshizo. Se pelearon. Y comencé a hacerme a la idea de que verlos en vivo sería otro imposible en mi vida. (El último concierto de Los Beatles fue cinco años antes de que yo naciera y todavía me duele...)

Sin embargo, hoy en la noche se cumplió lo imposible y faltando diez minutos para las 9 pm ET, Stewart Copeland le pegó con un mazo a un gong, Sting empezó a rascar un viejo bajo eléctrico y Andy Summers hizo que su guitarra llorara suavemente.

El Giant Stadium gritaba con Message in a bottle. El grupo le mandó su SOS al mundo y el mundo, concentrado en ese estadio, contestó brincando.

Luego el escenario se iluminó de rojo y como si fuera la primera vez, Sting dio ese grito desgarrador: Roxanne.

Después, la guitarra del sr. Summers, por un momento, por un momento entero, pareció eternizarse en el -irónico- solo de So lonely.

Every little thing she does is magic fue una cascada en medio del verano.

Como si hubiera esperado mi vida entera, mis pupilas se dilataron cuando empezaron a tocar Wrapped around your finger.

Walking in your footsteps; Synchronicity II; King of pain; De do do do De da da da. Una gran versión de Can’t stand losing you y por supuesto Every breath you take, además de canciones de su primer disco que yo había olvidado que existían, pero me devolvieron de inmediato a la secundaria.

Al final, lo que diga será poco o será desproporcionado. A mucha gente no le ha gustado el concierto, los críticos lo hicieron pedazos.

Sin embargo, la verdad es que en dos horas yo recuperé más de dos décadas de espera.

Después de esto, sólo puedo citar a otro grupo de rock inglés: Wish you were here.


Tuesday, July 31, 2007

Deefe

Microparaísos I.

En el centro del Deefe se forma un remanso improbable en medio de la vorágine. Es como un oasis en medio del desierto. Una iglesia en medio del pecado (que de hecho, hay varias en el mismo centro del Deefe).

En general, a pesar de la Alameda central, el centro histórico de la Ciudad de México tiene este tono árido. Cualquier mediodía sofoca con el calor inclemente del valle, la aridez del páramo, la sordidez de la turba.

Ahí, entre prostitutas y mariachis, automóviles, humo, ruido y gente, bajo un tímido rascacielos y un par de soberbias escoltas art decó, se erige el Palacio de Bellas Artes.


A un lado de la misma Avenida Juárez que Huerta clamó, y de la otrora San Juan de Letrán, se forma este espacio más parecido a un pulmoncito, a un manantial, a un microparaíso. Las flores de colores crecieron. Hay veces que uno puede sortear un tropel de esculturas en ese espacio iluminado por el blanco mármol del Palacio.

Uno debe cruzar, como si fuera el cisne en medio del pantano, la sordidez, el sopor (sobre todo en días de primavera y estío), el aire sofocante, el humo y el ruido de los coches, pero mientras uno va acercándose a las escalinatas del Palacio, todo el ruido, calor, sopor, se van en disolvencia.

Las puertas del Palacio están abiertas bajo las columnas imponentes. Cruzar el umbral es como entrar de lleno a una cascada de agua fresca. Como entrando a una dimensión desconocida, los techos altos y el mármol por doquier refrescan la piel acalorada y pareciera que la tranquilidad fuera lo único probable.

No se necesita hacer mucho. Con un libro y la desfachatez suficiente para sentarse en las escaleras que preceden el vestíbulo puede uno perderse en el mar art decó que esboza el mármol.

Eso podría ser suficiente, pero para rematar con un redoble digno, en un ala del Palacio hay un pequeño restaurante donde la comida es elegante y rica. En cualquier día estival, el calor mendiga un remedio: un Cinzano rosso en las rocas, podría ser la corona de laurel que todo buen Palacio exige. Salud.

Monday, July 23, 2007

Nocturno del mosquito


No sé si alguien lo habrá dicho antes que Billy Corgan, pero qué importa si en realidad siempre creí que al mundo en la frase "el mundo es un vampiro", había que sustituirlo por la palabra amor. Love is a vampire, mucho mejor que world is a vampire. Lo demás no importa, con esa frase me quedo.

Siempre he visto a los mosquitos como una suerte de vampiros posmodernos, minimalistas, sobrios, discretos, disfrazados, quizá venidos a menos en pos de la superviviencia en un mundo lleno de espejos y cámaras de bronceado.

Siguiendo una lógica matemática, como debe ser la lógica (y la matemática), tenemos que el amor es un mosquito. Un mosquito que como todos los mosquitos ataca de noche, mata el sueño y drena a sus víctimas de a poco para luego ir barrigones de tan rojos a esconderse y pasar el día digiriendo. Para eso son los días que ya volverá a llegar la noche.

"Sombra, trémula sombra de las voces", decía Paz sobre la noche. Esa misma noche en que los vampiros atacan. El manto donde el camuflaje permite cualquier cosa. Así son los mosquitos, nocturnos. Hipnotizan con el zumbido, como el conde seducía con la presencia. Luego penetran, dejan la marca por tiempo indefinido. Todo sin contar con el devastador insomnio.

"Crece el amor en invisible grito", canta el poeta Huerta. Ese grito que llena el silencio. Así es el amor, que si ataca de manera salvaje puede causar enfermedades mortales como la fiebre amarilla, la malaria, el dengue, la inanición o la tristeza (saudade, quizá). El amor hematófago disfrazado de artrópodo elegante y volador. Criminal nocturno, inclemente, sanguinario.

Un vampiro, eso es el amor, un vampiro.

Quizá por eso dice el maestro Lizalde, y lo dice con pesadumbre, como si viniera saliendo del daño, del influjo, como si hubiera zozobrado para después volver a tierra firme. Con nostalgia, con saudade: "Recuerdo que el amor era una blanda furia".

Friday, July 6, 2007

Lado ciego







Hoy caminé por la ciudad. Anduve entre la gente, entre decenas de rostros. Entre el doble de ojos y de orejas que pasaron fugazmente frente a mí. Si al final del día recuerdo tres de todas esas caras que mis ojos vieron serán muchas.

Sin darme cuenta llegué al museo y sin pensarlo abandoné el calor callejero para guarecerme entre las pinturas y esculturas.

Subí cuatro pisos, o cinco, y empecé a recorrer las pequeñas galerías donde reposan las mujeres desnudas de Picasso y las noches tortuosas de Van Gogh.

De pronto, dando una vuelta, distraído, sentí el golpe seco. Como cuando te pegan por el lado ciego. Exactamente frente a mí estaba Magritte. Lo vi franco y me gustó.

Me volvió a gustar y eso que hoy tampoco pude verle el rostro.

Como si fuera yo uno de los cerúleos ojos que Magritte imagina, me quedé fijamente mirando a los amantes que sin verse, desamparados por la oscuridad, se besan.

A pesar de que no les vi sus orejas parejitas y sus ojos bien abiertos, no puedo olvidarlos.

¿Qué pasará entre Magritte y yo el día que realmente nos veamos las caras?

Wednesday, July 4, 2007

La abuela

La cabeza me ha retumbado el día de hoy. Anoche soñé con mi abuela.

Pero no mi abuela la que quedó después que murió mi abuelo; ni la abuela que sobrevivió al derrame cerebral, sino la abuela originaria. La abuela anterior a 1987.

La que no paraba.


La que era capaz de hacerle de desayunar algo diferente a cinco nietos hambrientos sentados en el comedor que se hacía grande.


La que era capaz de subirse al coche, perseguir al autobús escolar y cerrársele en pleno eje vial para que te subieras en él.


A mi abuela eléctrica que recibía a 200 invitados un 23 de diciembre y despachaba a todo mundo con un regalo, luego de haber dado de beber y comer.


A mi abuela que tenía unos lentes heptagonales muy a la moda que eran más bien verdes botella.


La que gritaba cuando no le hacías caso o te dejaba dormir hasta tarde mientras veías una película de Pedro Infante y Luis Aguilar en el cuatro, interrumpida por anuncios de "agosto al costo en Hermanos Vázquez".


La que nos enseñó a jugar canasta uruguaya a mí y a mis primos, para luego dejarnos ganar.


La que decían que tocaba el piano como un prodigio, aunque nunca la vi frente al teclado.


La que me peinaba cada mañana diferente, según mi héroe del día: "Hoy como Manolo Arruza, abue", y mi abuela lo lograba a pesar de cualquier cosa.


Esa abuela. La que por poco se pierde en mi olvido, pero volvió envuelta en un sueño.