Wednesday, November 30, 2011

There goes the sun

Amanecí en una cama mullida, muy mullida para mí. Acostumbro dormir en camas duras.
   Sentía que el colchón me aprisionaba, era como mejor me puedo imaginar que sería estar en arenas  movedizas. La cama, como buena cama de un hotel de lujo era gigantesca y nadar hasta el borde me costó algunos minutos, luchando contra la densidad del colchón y la de mi sueño que aún no se disipaba por completo.
   En general, me gusta dormir con las cortinas abiertas, me gusta saber si ya salió el sol. Los cuartos oscuros destruyen por completo mi sentido del tiempo y sin las cortinas protegiéndome, vi cómo del otro lado del cristal caía una lluvia tenaz. Gotas pequeñas, pero testarudas bombardeaban Londres en una guerra húmeda que sumergía a la ciudad en la nostalgia.
   Mi despertador fue el televisor que amaneció en algún canal de noticias y una fotografía inmutable servía de imagen para muchas voces, algunas parecían telefónicas, otras en estudio, todas con el tono que se usa cuando pasa lo inevitable.

   La imagen era el rostro de George Harrison, y en su pecho, quizá como el número de un convicto, se leía 1943-2001.
   Pudiera parecer trivial la muerte de este hombre, pero en realidad no lo fue.
   Crecí oyendo a Los Beatles desde antes de abrir los ojos en el mundo y su música ha formado recurrentemente parte de mi vida. Le ha dado sonido a tantos y tan variados momentos, que debería dedicar otro texto sólo a eso. Otra vez será. Quizá.
   Años antes, tenía nueve e iba camino a la escuela, en un coche que se movía lentamente por Río San Joaquín . Con el sol pegando en mi cara, el locutor en la radio anunció que John Lennon había muerto.
   Desde más chico había tenido contacto con la muerte. Sabía lo que es que de pronto alguien deja de estar y Lennon había dejado de ser y estar.
   De niño tomé muchas de clases inglés, pero el idioma no tuvo ningún sentido para mí sino hasta que un día decidí traducir todas las canciones de Los Beatles. Un verano entero haciendo más profundo el surco del acetato (sí, un disco negro y de diámetro gigantesco en comparación con un CD) y traduciendo palabra por palabra.
   Hoy me gano la vida como traductor y periodista. No sé si estaría en esta misma posición si nunca me hubiera intrigado Tomorrow Never Knows.
   Apagué la televisión. No quería seguir oyendo y logré pasar del borde de la cama al suelo. Me bañé pensando en algunas canciones de Los Beatles, tratando de recordar cuáles había escrito Harrison. Something in the way she moves retumbó en mi cabeza mientras las gotas obstinadas de la regadera chocaban en mi cara.
   Ese día entré a un foro de tecnología en telecomunicaciones de uso exclusivo para fines de seguridad policíaca y militar. Hice varias entrevistas para el reportaje que tenía que escribir. Me pasé el día encerrado en el mismo hotel.
   Como a las seis de la tarde, ya con la noche encima, me puse un abrigo y salí a la calle.
   He estado unas cinco veces en Londres y nunca he podido dibujar bien la ciudad en mi cabeza. De alguna manera, habré logrado entrar al metro, no lo recuerdo bien, y llegué a Covent Garden. Quería una cerveza y quizá fish & chips.
   Cuando salí del metro empecé a deambular con ningún sentido de la orientación. Había mucha gente en las calles y llegó un momento en que doblé una esquina y me topé de frente con un tipo, guitarra eléctrica presta como el fusil de un soldado en el frente.
   Rasgó las cuerdas. Debajo de su pie izquierdo había una bocina con la que amplificaba su guitarra y la voz. “This is for George”, dijo y empezó a tocar.
Como un juglar que llegó a la vieja aldea londinense en el siglo XVI, nos dio la noticia. “Here comes the sun, here comes the sun, and I say, it’s all right”. La frase, little darling, me golpeó el rostro como el aire frío del invierno que empezaba a mostrarse.
   Por un segundo, o dos, se me fue el aire. En ese momento, hasta ese momento, entendí bien la noticia que me despertó por la mañana. Se había muerto George Harrison. En Los Ángeles. Y yo estaba en Londres, little darling, viendo cómo el juglar lloraba su partida.
   Me metí en el siguiente bar que vi, a un lado. Me sumergí en una Guiness y sí, pedí unos fish & chips. La segunda cerveza no fue Guiness. Confieso que nunca me ha gustado demasiado esa cerveza. Pecado decirlo… quizá. La siguiente fue una Old Speckled Hen.
   Salí del bar quizá con otra cerveza encima. Un poco mareado. No mucho. Caminé y de pronto salí a un callejón que era una verdadera fiesta. Al fondo un grupo (¿juglares?) que festejaban mientras sus guitarras lloraban suavemente.
Había confeti y algo de pirotecnia. Todos bailamos matando al frío que nos quería conquistar.
   Después de eso todo es confuso. En algún momento decidí volver. No sé cómo, pero encontré el metro de regreso, no sin antes cruzarme con otros varios juglares que iban desde I Me Mine, hasta Something, y me pareció que el sol ya venía otras tres ocasiones y al menos otras tantas guitarras lloraban suavemente.
   No recuerdo haber escuchado Within You Without You, pero ya en el vagón del metro pensé en que “We were talking about the space between us all”.
   Entré a mi habitación y fui directo a abrir la cortina, como siempre antes de dormir, y vi Londres por última vez esa noche, vi esa noche por última en Londres. Unas pocas gotas obcecadas empezaban a rayar la tensión del vidrio.
Me dejé tragar por las arenas movedizas de mi colchón mullido, little darling.
   Mi cabeza se llenó all thru the day, I me mine, I me mine, I me mine. All thru the night, I me mine.
    George Harrison había muerto y yo me enteré por los juglares en su tierra, o por sus juglares en la Tierra.