Muerte sin fin (fragmentito)
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo (…)
José Gorostiza
Correr, correr, correr. Despertar, observar, correr, correr, correr, trabajar, subir, bajar, correr, mirarte, correr, correr. Saludar y despedir, despachar, escuchar, rodar, correr, correr, correr. Besar, tocar, palpar, oler, morder, chupar, subir, bajar, descansar un segundo, o dos, correr, correrme, correrte o fingir, fingir, fingir.
Quiero un mundo sin verbos.
Con la disposición del que nada tiene que perder apresuré el paso sobre Continental Ave., dejé atrás la biblioteca de Forest Hills, di vuelta en Queens Blvd. y me sumergí en el metro para matar todos los verbos que había en mi cabeza. Cuando bajaba las escaleras de la estación decidí que no volvería a Forest Hills y el frío soltó otro zarpazo en mi rostro. Aún no amanecía.
Esperar, esperar, esperar. Quizá el peor de los verbos, un verbo contradictorio que fuerza ninguna acción. La acción de no hacer nada antes de realizar alguna otra cosa que nada tendrá que ver con esperar. Más que un verbo es un paréntesis, una coma, o peor, un punto y coma, tan petulante como prescindible.
La pausa terminó con el sonido del aire que exhala el tren, las puertas se abren y ya en el asiento, cierro los ojos y trato de no hacer nada.
No sé cuánto tiempo pasó, quizá no importe, en unos minutos el tren en el que escapaba irrumpiría en Manhattan. Yo mantenía mi mente lo más vacía posible. Hubo un momento en que me pareció eterno el tiempo entre mis inhalaciones, casi como si no tuviera que respirar.
Las puertas del vagón se abrieron en Lexington y la 51st. y mientras los nuevos viajeros se hacían de algún asiento yo me sentí rodeado por el azul del vagón. La E del tren, su identificación, me pareció exangüe, como su color. Me perdí en esa muerte, puse mi mente en azul, asfixiada. Cuando salí del trance tuve esa sensación de no saber en dónde estaba. Quién soy. Esos segundos que a veces ocurren cuando uno despierta y no reconoce nada, esos largos momentos en que uno se siente totalmente a merced del mundo, como si el pasado desapareciera, como si todos los hechos que consecutivamente lograron llevarnos a ese punto nunca hubieran existido y nada tuviera sentido. Quién soy.
- Are you ok? Sir, are you ok?
La había oído la primera vez. Una chica pálida, casi azul, casi exangüe. Asentí. Sí estoy bien pensé, lo único raro es que no sé quién soy. No hice ruido.
-You don’t look very well, sir.
- I’m fine, logré decir sin que se rompiera la voz.
- Good, I thought you were fainting. Do you want my coffee?
Acepté su vaso con café, mientras ella siguió hablando. Dijo algo del frío, dijo algo de odiar el invierno, dijo algo sobre la depresión de salir de casa aún siendo de noche a trabajar. Yo no la escuché del todo, pero no dejé de admirar su palidez y de pronto me quedó claro que ella no era normal. Nadie le habla a otra persona sin motivo, nadie se quita el café de las manos para ofrecérselo a un desconocido en el metro; (sí, punto y coma, una breve y petulante espera) nadie es persona dentro de un vagón del metro.
La interrumpí con el descaro que tendría cualquier persona que ignora su propia identidad, que desconoce todos los pequeños momentos que encadenados lo llevaron hasta ese vagón exangüe.
- What’s your name?
Ahora el silencio fue suyo un par de segundos. Bajó la voz como si no quisiera ser escuchada.
- Lia.
Los dos callamos.
El vaivén del vagón era un arrullo. Lia me veía en silencio y yo mantenía mi vista fija al frente vigilándola a través del reflejo de la ventana. Cuando no pudo más, preguntó.
- And yours?
- What?
- Your name. What is your name?
En ese momento emergieron de la oscuridad todos y cada uno de los momentos que me habían llevado a ese vagón esta madrugada de invierno. Le anclé mi mirada a sus ojos para no perderme y recuperé mi nombre: Manuel Tolice. Había salido de casa con una maleta que guarecía debajo de mis piernas en donde metí lo que cupo y dejé el departamento que había compartido con mi esposa. Ella, por teléfono, me confesó ayer un desinterés que más parecía repulsión y me pidió que me fuera, ella no llegó en toda la noche y cuando dejé la casa y caminaba por Continental Ave., frente a la biblioteca, pensé que no debería volver jamás a esa casa. Tendría la mañana para conseguir algún departamento y llegaría al trabajo después del almuerzo para traducir boletines de prensa que generaba la oficina principal y enviarlos a México, Bogotá, Santiago o Buenos Aires para los periodistas que seguían de cerca los movimientos de un banco de inversión como en el que trabajaba. Ni recesión ni crisis, aún no, algunos problemas, pero nada de qué preocuparse. Una heroica resistencia al desplome de las bolsas y otras mentiras adornadas, pero nada resquebrajaría este imperio capitalista. Wall Street es imbatible. Ese era mi discurso.
El tren entró al andén de su última parada y el hedor a orines presagiaba lo que había afuera: un agujero rodeado de edificios.
Cuando se detuvo el vagón exangüe saqué un pedazo de papel del portafolio y escribí mi número de teléfono. Vi de nuevo a los ojos a Lia que esperaba a que yo dijera algo.
- You should call me sometime. If you like, of course.
Volvió a preguntarme mi nombre. En el papel escribí Santos Dummond, así, con doble eme, y se lo di. En ese momento me vi desde fuera. Vi mi osadía, una actitud que no era de Tolice y decidí dejar de ser. Me vi regresarle el papel.
Lia, leyó y exclamó:
- Ah, como o aviador. Você fala português?
- No… Español.
- Eu hablo portuñol.
- Llámame, dijo Santos Dummond, y sin dejar de ver a Lia y su palidez casi indigente, salió del tren.
Como si supiera a dónde ir, el neonato emprendió un paso firme mientras arrastraba la maleta. Sonreía como si de pronto tuviera todas las certezas, como si los verbos ya no fueran más un problema.
Al salir a la calle ya era de día. Era un día gris adornado con una nieve tímida pero constante, y a sus pies yacía la oquedad sempiterna del Ground Zero, aún con cascajo y máquinas que no hacen nada aunque no cesan de moverse. Dummond volteó hacia arriba e imaginó que el cielo era azul detrás del metéoro.
El nuevo hombre pensó que Manhattan era un buque a la deriva, devorado por las nubes, por la niebla, por la nieve, por el frío. Sin embargo, si ese buque pletórico de gente y edificios zozobraba, el capitán Santos Dummond sería el único capaz de salvarlo y llevarlo a buen puerto.
3 comments:
Hola Rafa
Que gusto me da que estes escribiendo y que no estes tratando de evadir tu naturaleza, que es precisamente hacer literatura. Espero no desistas, esta historia tiene mucho potencial. Me gustaría verla transformada en un libro.
Perdona la mala redacción, pero... el mensaje quedó claro. Pese a todo, incluso pese a ti mismo, no dejes de escribir.
¡Ya extrañaba leerte! Gracias por escribir otra vez.
me uno a los comentarios. gracias por escribir, escribe más.
y no me discrimines al punto y coma...
abrazo
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