Metí mis manos a los bolsillos de la chaqueta para atenuar un frío que no se amedrentaba con tan poco. El cigarrillo lo llevaba en la boca y el sabor del tabaco negro del Cohiba llenaba mis pulmones mientras caminaba por la Gran Vía hacia el Callao.
El aire otoñal se colaba por todas partes acentuando mi necesidad de comida. Muchas mujeres corrían para guarecerse de la lluvia, sorteaban los charcos a veces con éxito, otras sin él.
Yo iba tranquilo después de ver una peli en los cines Princesa, acostumbrándome a la lluvia feliz que me cortaba el cuerpo entero con su frío. Para no llegar después de las seis a la Fnac, apreté el paso, (“tus pasos pisan, pasan…”, volvía recurrente ese soneto inconcluso a mi cabeza, “por la oscura región de mi memoria”).
Entré en la librería y, sorteando críos, me agazapé detrás de uno de los estantes del primer piso. Justo a las seis con diez vi a Magdalena subir las escaleras, yo detrás de un pilar de tebeos. Ella no me vio y la seguí hasta la sección de poesía.
Su nombre era Magdalena y aunque había nacido en Colombia, llegó a México de niña. Entonces, era mejicana. O mexicana, por misteriosa. Hacía unos días nos sentamos lado a lado en el café internet de la calle Rosario, frente al Parque de la Cornisa. Yo no la dejaba de ver por el rabillo de mi ojo inquieto y ella, sin darse cuenta, me pidió que le ayudara a enviar un correo electrónico y empezamos por abrir una cuenta para magdalenak arroba etcétera.
Yo pensé que podría invitarle una caña, que le hablaría de poesía, que le acariciaría el cabello, que la vería a los ojos y que ya profunda la noche, quizá la besaría en los labios. Pero no quiso la caña y mató de tajo todas las demás posibilidades.
Se despidió, se fue. Yo me apresuré y salí del café unos pasos detrás de ella. Nunca hubiera pensado en hacerlo, pero a veces no pienso las cosas y la seguí discretamente.
Cruzó San Francisco y caminó hacia La Latina por la calle del Ángel. Yo trataba de darle ventaja y mis ojos se esforzaban por seguir “tus pasos pisan, pasan…” Subió por Tabernillas e iba por en medio de esa calle angosta. Llegamos a la Plaza de la Cebada y, luego de pasar por el mercado, se detuvo a ver la marquesina del teatro como si quisiera entrar, pero de inmediato cruzamos La Latina.
Mejor dicho, ella cruzó, yo sólo la seguía de lejos y espiaba la forma que tenía de echarse el cabello hacia atrás y dejar por un momento descubierta su nuca (una nuca similar a la que Marías me describió unos días antes en “Mañana en la batalla piensa en mí”). Era casi imperceptible, pero cuando su cadera se mecía hacia la derecha lograba un recorrido mayor que cuando iba al lado izquierdo y pensé que quizá tendría un viejo golpe que la acostumbró a caminar así. Yo era un fantasma, una sombra improbable en medio de la noche.
En la calle Duque de Alba se me antojó un brandy, pero no me distraje; ella cambió de acera y llegó a la plazuela Tirso de Molina, la cruzó y se detuvo un segundo en la boca del metro. Lo meditó y siguió por la calle de la Magdalena sin entrar al subterráneo.
Yo la seguí siguiendo y pensé que le gustaría caminar por esa calle que lleva su nombre, quizá como señal de buena suerte. Bajó la velocidad y se entretuvo en las tiendas, primero una mercería, luego entró en un Todo a cien y luego a un café donde compró una napolitana para volver a la calle mientras la mordía.
Cuando llegó a la calle de Atocha, sin anticipar nada, se sumergió en el metro Antón Martín. No la alcancé. Pensé que no volvería a ver a Magdalena, la mexicana misteriosa que no quiso tomar una caña conmigo.
***
La lluvia era fina, pero constante.
Pasaba por la Plaza del Callao, una semana después de perderla en Antón Martín y me la encontré. Era una mañana fría.
La saludé, intenté invitarle un café, pero Magdalena fabricó una excusa y se metió a la Fnac. Yo amagué mi entrada al metro, pero fui a la librería y la aceché como un predador en busca de su presa.
Ella husmeaba y yo, tras las letras, no le quitaba el ojo de encima. Salió media hora después sin haber comprado nada. Caminó por la Gran Vía dos cuadras abajo, cruzó la calle, y dio la vuelta en la calle del Barco. En la esquina con Desengaño habían matado a golpes a un chaval que iba con una camiseta del Barça puesta y su novia de la mano. La calle aún estaba acordonada y la sangre aún se distinguía en el asfalto. Me pregunté dónde estaría la novia viuda en ese momento, mientras Magdalena esquivaba a los curiosos. En la tercera puerta de Desengaño, ella se perdió. Un edificio viejo. Oficinas de bajo costo, pensé, y esperé en un café a media cuadra.
Pasadas las seis, luego de tres tintos, algo de charcutería, unas gambas y medio libro de Paul Auster, Magdalena salió. Se mordía el labio inferior, quizá constatando que el frío lo había roto y costaría sanarlo, distraída.
Volvió a la Fnac, directo a la sección de poesía donde mató dos horas y media. Intermitentemente, alzaba la mirada en busca de alguien que la estuviera viendo, nerviosa, pero yo pasé desapercibido.
Al salir, la mexicana entró al metro y la perdí de nuevo.
Al día siguiente la esperé en la esquina de Desengaño y Barco y volví a seguirla a la librería. Magdalena tenía un rostro descompuesto que se fue componiendo durante una hora y veinte en la sección de viajes de la Fnac. Salió de nuevo con las manos vacías, pero la sonrisa en el rostro, como si acabara de volver de un viaje al mundo en ochenta minutos y se metió al metro.
Para el cuarto día, ya era claro que los recorridos empezaban después de las seis y ya habíamos pasado por la sección de viajes, la de niños, la de teatro y otras dos veces por la de poesía.
Al quinto día, decidí ir temprano a los cines Princesa a ver Frontera Sur, una película con Federico Lupi y Maribel Verdú, que resultó más bien mala. Salí apenas a tiempo para llegar a mi cita anónima con Magdalena pasadas las seis.
A pesar de la lluvia decidí caminar por la Gran Vía de Princesa hasta el Callao en un día gris y llegué antes que ella. La vi subir las escaleras y sus caderas se movían “al son de un suave y blando movimiento” (volvía el soneto inconcluso a mi cabeza).
Magdalena fue otra vez a la sección de poesía y empezó su fusilamiento paciente de minutos. Sacaba y hojeaba. Empezó con Antonio Machado y siguió con Ramón María del Valle Inclán y yo pensé que no cambiaría el espectáculo de su rostro absorto, ni por una tertulia en el Café del Pombo cien años antes.
Me acerqué y tuve esa visión clara: ese sería el día, viernes 24 de octubre de 1998, cuando besaría a Magdalena por primera vez, justo afuera de la Fnac.
—¿Has leído a Oscar Hahn?
Ella no contestó. No sabía qué decir. Yo aún estaba mojado, pero no dejaba de sonreír.
—Es chileno. Mira, aquí hay un libro suyo.
Le alcancé el libro que en realidad tenía ella más cerca que yo. Ella seguía en silencio. Abrí para encontrarme con un soneto al que le faltaba una línea, pero que empezaba certero: “Al son de un suave y blando movimiento / arroyos vas pisando de dulzura…”
La vi a los ojos. “Tus pasos pisan, pasan por la oscura región de mi memoria”.
Ella rompió el silencio sólo con los ojos y un lento parpadeo.
—Te gusta la poesía —sentencié.
—Me gusta esconderme —dijo con resignación.
—Pues te encontré.
—¿Eso crees?
Vi un libro de Editorial Renacimiento con el nombre Luis Alberto de Cuenca en el lomo.
—¿Sabías que este tipo es director de la Biblioteca Nacional? Estoy en espera de que me dé una entrevista para un periódico en el DF —sobra decir que nunca conseguí la entrevista, pero me hice amigo de Carmen, su secretaria, que acabó invitándome a comer unos meses después para apaciguar mi decepción.
—¿Eres periodista? —preguntó.
—Escucha: “Me rindo. Tú has ganado. Mientras vivas, / no alcanzarás un triunfo tan notorio: / me has volado la mente con tus ojos.”
Magdalena recuperó el silencio con el suave y blando movimiento de sus ojos que recién me habían volado la mente en mil pedazos.
***
La lluvia era fina, pero constante.
Cuando Magdalena y yo salimos de la Fnac habían pasado tres horas desde el soneto incompleto de Hahn. Hacía frío.
Era viernes 24 de octubre de 1998 y yo volví a pensar que podría invitarle una caña, que le hablaría de poesía, que le acariciaría el cabello, que la vería a los ojos y que ya profunda la noche, quizá la besaría en los labios.
Magdalena aceptó la cerveza, pero antes de acariciarle el cabello la vi a los ojos y me adelanté a la profundidad de la noche.
1 comment:
Que bueno que no lo dejaste en blanco el resto del año.
Muy padre, lo disfruté. Por favor no prives a tus lectores de esto. vale?
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